POR Isidro O’SHEA
Nuestros padres lo vivieron, nuestros abuelos también, algunos de nosotros tendremos quizá algunos restos. México, después de la revolución mexicana, quedó destruido: como queda cualquier país después de una lucha armada de tantos años.
Se necesitaba hacer algo para renacer, para que México no quedara estancado, para no quedarnos a la deriva. Bajo esa lógica, se necesitaba institucionalizar al país; siendo el poder lo primero que se debía institucionalizar. Así nació el Partido Nacional Revolucionario, el que hoy conocemos como PRI.
Si bien, se logró institucionalizar al país, y también el orden social y político, al paso de los años, el régimen se fue desgastando, régimen que logró ser eficaz (cada vez menos), pero nada democrático.
La primera ruptura de ese joven régimen fue la que hubo entre el General Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas. El segundo, hijo político del primero, se negó a continuar con la era del Maximato, era en la cual, los presidentes legales, no eran precisamente los que mandaban, sino el anterior, Plutarco Elías Calles.
Al romper con Calles, Cárdenas comenzó una nueva era dentro del mismo régimen. La reforma agraria y la expropiación petrolera, sus grandes proezas.
Después de Cárdenas vendrían muchos más. A partir de Ávila Camacho se marcaría una nueva pauta, el final de los presidentes militares y el principio de los presidentes meramente civiles.
El país estaba avanzando, las grandes instituciones empezaban ya no solo a tener forma, sino también a consolidarse; sin embargo, aún era un régimen autoritario, de partido hegemónico y nula competitividad entre las distintas fuerzas y/o partidos políticos. A pesar de ello, no había explotado algo que hiciera que el régimen se tambaleara, al contrario, coyunturas internacionales ayudaron a que México prosperara.
La legitimidad del régimen comenzó a caer de manera prominente con las grandes manifestaciones de sectores enteros y la sociedad civil; desde con Ruiz Cortines y explotando con Gustavo Díaz Ordaz. El problema ya no solo era el autoritarismo y la nula democracia, sino también, la nula satisfacción de las necesidades ciudadanas. El 2 de octubre de 1968 y las posteriores manifestaciones, el gran parteaguas.
Cuando López Portillo fue el único candidato a la presidencia del país (1976), se evidenció la crisis de legitimidad hacia el partido, el gobierno y el sistema en general.
En 1988, ya casi para terminar el siglo, el gran quiebre: la caída del sistema que no pudo ocultar todos los males del régimen y quitó la presidencia al hijo del General Cárdenas.
En las décadas anteriores – no solo – se había logrado la institucionalización del país, también se había logrado el progreso económico, la alfabetización y elevar los niveles de educación; la separación del Estado y la iglesia; así como la no reelección para evitar intentos de perpetuarse en el poder, como lo había hecho Porfirio Díaz. Incluso se logró el derecho al voto a la mujer. Sin embargo, también los males, las manías, y los demonios se habían asentado: un autoritarismo pleno sin ningún tipo de contrapeso, con un megaprresidencialismo que Carpizo definiría como las facultades metaconstitucionales del presidente, dentro de las cuales destacaban: el ser también jefe del partido hegemónico; jefe de los otros dos poderes de la unión; la capacidad de remover gobernadores; y evidentemente, el dedazo para elegir a su sucesor.
Así, poco a poco se fueron cohesionando los ingredientes: autoritarismo y cero democracia; la no satisfacción de las nuevas necesidades de la población y por ende, la falta de legitimidad.
El hecho de que en 1976 solo hubiera habido un candidato a la presidencia, fue consecuencia de la negativa de los partidos de oposición de competir en suelo disparejo. Después, en 1988 el gran fraude, al igual que comenzaba a suceder en elecciones locales. Ello provocó los inicios de las negociacies entre partidos de oposición y el partido hegemónico; el diálogo se volvió más frecuente, y se fueron logrando reformas electorales que comenzaron a dar cabida a otras voces más allá de las oficiales. El IFE el gran logro, el gobierno ya no podía ser juez y parte.
Fueron los partidos de oposición los cauces a la lucha democrática, pues dieron la batalla contra un régimen, ya no solo autoritario sino anticuado. El PAN logró la primera transición de un estado de la República en 1989; el PRD por su parte aglutinó los intereses de la izquierda nacional, una izquierda mucho más genuina que la actual. El PRD con el paso de los años, también se hizo de entidades, destacando los gobiernos de la Ciudad de México desde 1997.
Al final, lo sembrado se vio cosechado cuando en 1997 el PRI perdió la mayoría de la Cámara de Diputados; y posteriormente en el 2000 al darse la transición del poder ejecutivo. Vicente Fox y el PAN, se convirtieron en la llamada opción atrapalotodo, donde los mexicanos reflejaron su malestar del régimen priista.
Hoy, los afines a la 4T y los afines a cualquier partido de oposición (PRI, PAN, PRD, MC) realmente están peleando por lo mismo: es decir, nadie quiere regresar a aquellas épocas de autoritarismo y de ruptura entre gobierno y sociedad. Sin embargo, a falta de diálogo, parece que no nos hemos dado cuenta, de que precisamente, luchamos por lo mismo.
El fanatismo de muchos los ha cegado a ver acciones iguales o peores a las del autoritarismo del siglo XX. Parece que escasea racionalidad para comprender que el viejo autoritarismo puede renacer bajo otras siglas y colores. Los mexicanos necesitamos dialogar, darnos cuenta, pero, sobre todo entender que esto no va de colores, sino de acciones. Las acciones y malas decisiones son las que hay que castigar. Así funcionan las democracias, y ante ello, los partidos políticos están obligados a responder. El daño del fanatismo y la polarización no recae en los partidos, recae en nosotros los mexicanos; pues los partidos fácilmente se dan cuenta de cuando los ciudadanos están cegados, y es a partir de ahí que comienzan los grandes abusos y eso que llamamos autoritarismo.