Crónica de una dignidad que no se negocia
La Ciudad de México ha aprendido a convivir con el mundo sin perderse a sí misma, en sus cocinas se cruzan acentos, técnicas y nostalgias; en sus mercados dialogan siglos; por eso, cuando la soberbia toca la mesa, cuando el desprecio se asoma al plato, la respuesta no es el silencio, sino la memoria colectiva, lo ocurrido en torno a Richard Hart, chef del establecimiento Green Rhino, se convirtió en una sacudida que fue más allá de un negocio: fue un recordatorio de que con los mexicanos no se juega, y mucho menos con su comida, su cultura y su dignidad.
Los hechos, difundidos y amplificados en redes sociales, pusieron en evidencia algo más profundo que una polémica personal, comentarios percibidos como despectivos hacia los mexicanos, su forma de ser, sus hábitos, su relación con la gastronomía, activaron una fibra sensible que este país conoce bien; no se trató de una cacería digital ni de un linchamiento sin causa; fue una reacción orgánica, casi instintiva, de una sociedad cansada de que se mire por encima del hombro aquello que la define.
México no es un escenario exótico donde cualquiera puede improvisar una narrativa de superioridad, es una nación que ha convertido el maíz en civilización, el chile en carácter y la mesa en un acto de comunidad, la cocina mexicana, reconocida como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, no es una moda ni una franquicia: es un lenguaje vivo que se defiende porque se ama, quien no lo entiende, difícilmente entiende al país.
El caso Green Rhino no fue aislado, en años recientes, distintos negocios, restaurantes, bares, marcas, han visto desplomarse su reputación y, en no pocos casos, sus finanzas, tras expresiones de desprecio hacia lo mexicano, la quiebra no llegó como castigo moral, sino como consecuencia económica: la confianza se rompe cuando el respeto falta, en un mercado donde el consumidor es también ciudadano, la ética pesa tanto como la calidad del producto.
Hay quienes minimizan estas reacciones, las llaman exageraciones o hipersensibilidad. Se equivocan, lo que está en juego no es el orgullo vacío, sino la historia de un país que ha sido mirado, juzgado y explotado demasiadas veces, México recibe, integra y celebra al extranjero que viene a sumar, a aprender y a compartir, pero no tolera la burla ni la condescendencia, aquí, la hospitalidad no implica sumisión.
La Ciudad de México, cosmopolita y ferozmente local, ha demostrado que sabe abrir los brazos sin agachar la cabeza, los comensales que dejaron de cruzar la puerta de Green Rhino no lo hicieron por moda, sino por convicción, entendieron que cada peso es también un voto, una postura frente al mundo, y eligieron defender lo suyo.
Este episodio deja una lección que trasciende nombres propios, en tiempos de hiperexposición, las palabras importan, la responsabilidad pública no termina en la cocina ni en la caja registradora, quien decide emprender en México y vivir de su gente, asume un compromiso elemental: respetarla, no es una exigencia extraordinaria; es la base de la convivencia.
Con los mexicanos nadie se mete, no con su comida, que es raíz y futuro, no con su cultura, que es mestiza y profunda, no con su folklore, que canta dolores y celebra resistencias, este país ha aprendido a responder sin violencia, pero con firmeza, a cerrar filas cuando se toca lo sagrado, a recordar, una y otra vez, que la dignidad no se negocia y que la mesa mexicana, cuando se ofende, también sabe levantarse.



