REDACCIÓN
Después de meses a la espera de respuestas, las precarias y hacinadas casas de campaña que se encuentran a las afueras de la Estación Migratoria Siglo XXI, se han convertido en el “hogar odiado” de centenares de migrantes africanos que intentan hacen suyos estos espacios a los que se reduce su vida.
Cubiertas por bolsas de plástico colocadas para protegerlas de las inclemencias del clima, las más de 100 “viviendas” resguardan lo poco o mucho que sus habitantes poseen. Aunque la situación sea inhumana, es la única alternativa que tienen en estos momentos para vivir y resistir.
La limpieza y el orden no son de los puntos fuertes en estos “inmuebles”, ya que trastes sucios, botellas de plástico, papel higiénico, cobijas y ropa sucias y revuelta, es la imagen que impera en la mayor parte de ellos. La situación bien podría ser una mezcla de cultura con necesidad.
Localizada en un montículo de tierra que antes era una jardinera se encuentra la casa de campaña de la migrante angoleña, Ariana, quien vive con su hermana y su “enamorado”, Lucas.
Con el poco castellano que logró aprender en los dos meses que lleva aquí y en los dos meses más en los que viajó por Latinoamérica, la joven, de 18 años de edad, cuenta que al salir de Angola lo único que trajo consigo fue una maleta con ropa y documentos.
Describe que, hasta llegar a México, decidieron adquirir la casa de campaña para poder tener donde pernoctar a la esperan de sus trámites migratorios.
“Aquí compramos la casa, cambiamos 20 dólares por pesos y la compramos y pues aquí estamos durmiendo”, afirma.
Lucas, de 25 años de edad, se une a la charla y sin dejar de escuchar música con un auricular en su oído, se ríe cuando Ariana comenta que lleva cinco años de noviazgo con él. El triangular pedazo de plástico es donde pueden tener una probada amarga de la vida en pareja.
“No nos queremos quedar aquí porque no hay trabajo, queremos que nos den papeles para irnos a otros municipios donde si haya empleos”, señala Lucas mientras Ariana agrega “o llegar a México (Ciudad de México)”.
El joven detalla que al principio el plan era llegar a Estados Unidos, pero como “no los quieren”, el objetivo ahora es el país en el que se encuentran. Tapachula y su casa de campaña es un futuro que no contemplan ni en sueños. Como todos, aspiran a algo mejor.
A unas cinco casas de distancia, se encuentra Capela, un angoleño de 42 años de edad, quien habita una “vivienda” aún más pequeña que la de Ariana. En ella, su hermano y su sobrino lo acompañan a descansar noche tras noche. “Es muy apretado”, afirma sobre la incómoda situación por el reducido espacio.
Mientras realiza graciosos movimientos para ejemplificar que es dormir “apretado” al lado de otras personas, narra que lleva tres meses de esperar. La desesperación se puede notar en el interior de su casa, donde un revoltijo de cobijas con ropa y colchonetas se pelean por el espacio.
“Cuando llueve mucho tenemos que salirnos de aquí y vamos a la carpa para refugiarnos, se mete el agua a la tienda y todo se moja”, refirió.
Por la mañana, el centenar de migrantes africanos provenientes de Angola, Camerún y Senegal, pasean de un lado a otro en la explanada para “matar el tiempo”, a la espera de que el Instituto Nacional de Migración (INM) les otorgue un permiso para poder transitar libremente por el país.
No obstante, por la tarde, en esta temporada de lluvias, el paseo termina y los extranjeros se refugian en sus casas de campaña para resguardarse.
En estos espacios a los que se ha reducido la vida, las mujeres descansan y dormitan, mientras sus maridos salen a platicar con los demás miembros del campamento sobre las últimas novedades de las autoridades.
Los niños y las niñas por su parte, parece imposible que se queden quietos dentro estos “inmuebles” que ahora son su casa. Ellos, sin pena ni prisa, juegan en la explanada con lo que encuentren, botellas, piedras, palos, o con los escasos juguetes que poseen todos los menores que viven aquí: una pelota, una muñeca, una bicicleta y un radio portátil.
El “hogar odiado” de los migrantes en este campamento, es la razón material que les hace “más llevadero” soportar la eterna espera por soluciones. Cuando se marchen, si es que lo hacen, el plástico que los cubre día y noche quedará reducido a basura y será abandonado, junto con los amargos recuerdos que les dejó su estancia en la incertidumbre.