miércoles, enero 29, 2025
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Minotauro en el Diván · Daniel Sánchez Castro

Resiliencia: ¿Virtud o trampa del conformismo?

En los últimos años, la palabra «resiliencia» se ha convertido en un mantra en la cultura popular. Nos han dicho que ser resilientes es esencial para navegar las tormentas de la vida, que debemos aguantar, adaptarnos y seguir adelante sin importar cuán duros sean los golpes. Pero ¿Qué sucede cuando esta idea de resiliencia se convierte en una herramienta de opresión disfrazada de virtud?

En su versión más mal entendida, la resiliencia deja de ser una capacidad para superar adversidades y se transforma en una narrativa peligrosa que exige aguantarlo todo. Este malentendido puede llevar a una generación entera de jóvenes a aceptar condiciones insostenibles: crisis económicas, desigualdad, trabajos precarios y relaciones abusivas. Bajo la bandera de la resiliencia, tolerar el sufrimiento se convierte en un mandato social, y el pensamiento crítico pasa a segundo plano.

En lugar de cuestionar las estructuras que generan estas crisis, a los jóvenes se les enseña a adaptarse a ellas. Se les dice que deben «ser fuertes» frente a la falta de oportunidades laborales, que deben «mantener una buena actitud» ante la precariedad económica y que deben «seguir adelante» aunque sus necesidades emocionales sean sistemáticamente ignoradas. En esta versión deformada, la resiliencia deja de ser una herramienta de empoderamiento para convertirse en un mecanismo de conformismo.

¿Cómo llegamos aquí? Tal vez la respuesta esté en cómo hemos reducido conceptos complejos a eslóganes vacíos. La resiliencia se ha convertido en un producto de autoayuda que vende la idea de que la felicidad depende exclusivamente del individuo, ignorando los factores estructurales que perpetúan las crisis. Esta narrativa individualista desvía la atención de las fallas del sistema y coloca toda la responsabilidad en los hombros de quienes lo padecen.

El problema es que esta versión de la resiliencia no fomenta el cambio, sino la aceptación. Un jóven resiliente, según este modelo, no cuestiona por qué debe trabajar 12 horas al día por un salario que apenas alcanza para sobrevivir. Tampoco se pregunta por qué su salud mental es tratada como un lujo y no como un derecho. Simplemente sigue adelante, aguantando, adaptándose, sobreviviendo.

Esto no es resiliencia; es resignación.

Lo que necesitamos es un cambio de narrativa. La verdadera resiliencia no consiste en soportar pasivamente, sino en resistir activamente. Resiliencia no es aceptar las crisis como inevitables, sino encontrar formas de enfrentarlas colectivamente. Necesitamos formar una generación de jóvenes que no solo sean resilientes, sino también críticos y combativos. Jóvenes que puedan distinguir entre adaptarse y conformarse, entre aguantar y transformar.

Esto implica educar para la pregunta, no para la respuesta fácil. Implica cuestionar las narrativas de «tú puedes solo» y construir espacios donde el apoyo mutuo y la solidaridad sean la norma. Implica enseñar que ser crítico no es ser negativo, sino tener la valentía de mirar de frente las injusticias y actuar para cambiarlas.

La resiliencia mal entendida es una trampa que nos obliga a sobrevivir en lugar de vivir. Pero si la recuperamos como un acto de resistencia, podemos convertirla en una herramienta para construir un mundo más justo, donde nadie tenga que aguantar lo inaguantable.

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