jueves, febrero 20, 2025
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Minotauro en el Diván · Daniel Sánchez Castro

La Confesión de Medea: Una mala madre

Dicen que soy un monstruo. Una aberración. La madre que hizo lo impensable. Que traicioné la esencia misma de la maternidad. ¡Ah, qué lindo es juzgar cuando no se ha sentido el hierro ardiendo en la carne, cuando no te han arrancado la piel con promesas rotas y la traición te ha dejado desnuda!

Yo, Medea, la amante, la esposa, la madre. Yo, la que sacrificó su hogar, su sangre y su honor por un hombre. Yo, la que entregó su alma a un ingrato que, después de beber de mi boca, me escupió en la cara. ¿Y qué debía hacer? ¿Callar? ¿Aceptar con dulzura mi condena a la irrelevancia? ¿Permitir que mis hijos fueran la herencia viva de un amor convertido en ceniza?

No.

Hice lo que nadie se atreve a decir en voz alta. Y eso, eso me convierte en la mala. En el horror que toda madre debe negar. Porque el mundo se desmorona si aceptamos que hay mujeres que no sienten ternura al ver a sus hijos. Que hay quienes paren y no aman. Que hay madres que no quisieron serlo y otras que lo fueron por imposición. Que la maternidad no es un instinto infalible, sino una ruleta rusa donde algunas nacen con el amor programado y otras… otras simplemente no.

Pero nadie quiere escuchar eso. Prefieren contar mi historia como una advertencia, como una lección moral sobre lo que una mujer nunca debe ser. Me pintan como la bruja, la loca, la perversa. Porque si admitieran que hay algo de mí en más mujeres de las que quisieran, ¿qué harían con toda la estructura que han construido sobre la maternidad sagrada?

¿No es cómodo pensar que todas las madres aman? Que todas las mujeres están biológicamente destinadas a sacrificar su vida por el bien de sus hijos. Que la naturaleza nos programa con un chip de amor incondicional. ¡Ah, qué alivio creer eso! Porque si no, habría que aceptar que algunas madres nunca quisieron serlo, que algunas sienten indiferencia o hasta resentimiento por la carga que nunca pidieron. Habría que aceptar que la maternidad impuesta puede ser una maldición. Y eso, eso es inaceptable.

Así que sí, soy la mala madre. La que la historia cuenta con asco. Pero también soy el espejo incómodo, la sombra que nadie quiere mirar. Porque cuando negamos que la maternidad puede ser un castigo, perpetuamos la mentira de que todas las madres aman. Y condenamos a miles de mujeres a fingir, a tragarse su hastío, a ser esclavas de un amor que nunca sintieron.

Porque nadie habla de la madre que, tras dar a luz, mira a su hijo y no siente nada. Nadie habla de la madre que se pregunta cada día si cometió un error. Nadie habla de las que se despiertan sintiendo que su vida ha sido robada. Nadie habla de las que quisieran huir pero no pueden, porque si lo hicieran, la historia las condenaría igual que a mí.

Pero claro, es más fácil seguir diciendo que fui un monstruo.

Es más fácil ponerme a mí en el patíbulo y lincharme con palabras. Es más fácil señalarme como el límite de lo inaceptable. Porque si no existiera Medea, entonces tal vez tendríamos que mirar a las madres reales que viven en las sombras. Esas que no matan a sus hijos, pero que los rechazan en silencio. Esas que cumplen su papel con la amargura de quien no tuvo opción. Esas que se han convertido en prisioneras de una identidad que nunca eligieron.

¿Es eso menos cruel que lo que yo hice?

Y no, no se trata de justificar. Se trata de entender. Se trata de dejar de pintar la maternidad como una obligación sagrada y empezar a verla como lo que es: una elección. Una que, cuando se impone, puede parir Medeas.

Si tanto les horroriza mi historia, si tanto les aterra mi nombre, entonces empiecen por no obligar a ninguna mujer a ser madre contra su voluntad. Empiecen por aceptar que el amor materno no es automático ni garantizado. Empiecen por escuchar a las que callan su desgano, a las que lloran en silencio porque no pueden admitir lo que sienten.

Porque el verdadero crimen no es que yo haya existido. El verdadero crimen es que siguen naciendo mujeres que, como yo, son convertidas en villanas por atreverse a decir la verdad.

Pero claro, siempre es más fácil llamarme monstruo.

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