miércoles, enero 22, 2025
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Minotauro en el Diván · Daniel Sánchez Castro

El regreso del navío de los locos

Daniel Sánchez Castro

Recordemos que en la época medieval, los puertos europeos eran testigos de un espectáculo muy peculiar: un barco cargado de «locos», era expulsados de sus ciudades, aquel barco tenía un fatal destino vagando sin rumbo fijo por los ríos y mares. Esta figura Michel Foucault la inmortalizó como el «navío de los locos» en su libro Historia de la locura en la época clásica, encierra una verdad brutal: las sociedades prefieren deshacerse de aquello que no entienden antes que confrontarlo.

Siglos después, parece que el navío de los locos ha regresado, aunque no lo notemos. La diferencia es que ya no navegamos en barcos, sino en redes sociales, y las exclusiones no se deciden en los gobiernos medievales, sino en los algoritmos que amplifican los discursos de odio. La intolerancia, es ese viejo monstruo con nuevos disfraces, ahora ha encontrado cómo adaptarse a los tiempos modernos.

Vivimos en una época que celebra la diversidad, o al menos eso nos gusta creer. Pero basta que alguien desafíe el discurso dominante, sea cual sea, para que la maquinaria de la exclusión se active. No se requiere mucho: puede ser un comentario, un «me gusta» en el lugar equivocado o un silencio ante la pregunta incorrecta. En minutos, estás fuera. Cancelado. Exiliado. El navío de los locos zarpa de nuevo.

Curiosamente, este patrón no es exclusivo de ningún espectro ideológico. Tanto los progresistas como los conservadores, cada uno a su manera, parecen dispuestos a embarcar a los «locos» de su tiempo: los que no encajan, los que cuestionan, los que piensan diferente. Lo que comparten es la certeza de que su visión del mundo es la única válida y de que, por tanto, el otro debe ser silenciado.

Esto no es nuevo. En tiempos de crisis, la humanidad tiende a buscar chivos expiatorios. La llegada de líderes como lo vemos en estos días, polarizadores no es una causa, sino un síntoma de nuestra incapacidad para tolerar la diferencia. Nos dicen que hay que proteger «nuestro» mundo de las amenazas externas, que hay que construir muros (literal o figuradamente), que hay que expulsar a los diferentes. Como si la diferencia fuera una infección y no el corazón de nuestra humanidad.

Foucault nos recordó en aquel libro mencionado anteriormente que la locura, al ser expulsada, nos devuelve una imagen aterradora de nosotros mismos. Quizá por eso preferimos no mirarla. Pero la pregunta sigue en pie: ¿qué hacemos con el navío de los locos hoy? Quizá ya no los mandemos al mar, pero los «otros» siguen siendo desplazados. A veces los encerramos en cárceles o instituciones, otras los relegamos al silencio virtual o al olvido público. Todo menos enfrentarlos, porque enfrentarlos es enfrentarnos.

Y aquí está el verdadero problema: vivimos con miedo a que nos exilien, miedo a ser expuestos, ese miedo hegeliano que nos vuelve esclavos, así que nos volvemos los primeros en exiliar. Nos adaptamos rápidamente al pensamiento de grupo, sacrificando la complejidad por la aceptación. No cuestionamos, no disentimos, no dialogamos. Porque ¿Quién quiere terminar en el navío?

Quizá sea hora de hundir el barco. No para destruir a los «locos», sino para recordar que el árbol de nuestra humanidad solo florece cuando echamos raíces en la diversidad. En lugar de construir muros o algoritmos excluyentes, ¿y si construimos puentes? Si permitimos que el otro exista, no como una amenaza, sino como una posibilidad.

Al final, el navío de los locos no es más que un espejo. Lo que hacemos con él dice más de nosotros que de los que queremos exiliar. Y, quién sabe, quizá los verdaderos locos somos nosotros, los que creemos que se puede navegar sin rumbo expulsando lo que no comprendemos.

 

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