lunes, diciembre 15, 2025
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Punto Final · José Eder Santos Vázquez

La voz heredada de un país en lucha: El discurso de Ana Corina Sosa al recibir el Nobel de la Paz en nombre de su madre

En la historia de los pueblos sometidos, siempre emerge un instante que reorganiza el rumbo de la esperanza. Para Venezuela, ese instante ocurrió cuando Ana Corina Sosa, con los ojos aún encendidos por los años de resistencia y exilio, subió al estrado de Oslo para recibir el Premio Nobel de la Paz en nombre de su madre, María Corina Machado, cuya lucha por la libertad venezolana encontró reconocimiento internacional, aunque ella misma no pudiera estar presente.

Fue un discurso breve, contenido, casi quebrado por momentos, pero que se sintió como una pieza destinada a perdurar. Cada frase pronunciada por Ana Corina pareció contener, comprimida, la historia contemporánea de un país: el miedo, el coraje, la pérdida, la dignidad y la persistencia. Desde esa mezcla de hija y heredera política, desde esa orfandad cívica que tantos venezolanos comparten, construyó un mensaje que no fue únicamente una aceptación del premio; fue una radiografía emocional y política de un pueblo que, pese a todo, sigue en pie.

“He venido a contarles una historia, la historia de un pueblo y su larga marcha hacia la libertad”, fue la primera frase que marcó el tono de la ceremonia, en su voz no había dramatismo sino una serenidad firme, casi desafiante, para quienes han vivido bajo la sombra del autoritarismo venezolano, esta frase fue un recordatorio de la lucha cotidiana: desde la mujer que hace cola desde la madrugada para conseguir medicinas hasta el joven que arriesga su vida al protestar.

El énfasis en la verdad funciona como un contrapunto político: en países donde las estructuras de poder dependen de la mentira sistemática, nombrar la verdad es un acto revolucionario. Ana Corina no solo honra a su madre, honra a quienes, aun perseguidos, no renunciaron a decir lo que veían.

“Cuando comprendimos cuán frágiles se habían vuelto nuestras instituciones, ya era tarde. El cabecilla de un golpe militar contra la democracia fue elegido presidente, y muchos pensaron que el carisma podía sustituir el Estado de derecho”, el auditorio guardó silencio absoluto, en esa línea, Sosa hizo visible a las víctimas invisibles: estudiantes asesinados, presos políticos que murieron sin juicio, familias separadas por el exilio masivo; fue una frase breve pero devastadora, su eficacia radicó en lo que no dijo: los nombres, los rostros, las historias truncas por un país fracturado.

Periodísticamente, esta frase se inserta en la tradición de los discursos que buscan justicia desde la memoria, no apeló a la estadística; apeló al duelo colectivo que marca a Venezuela desde hace más de tres décadas.

Al recordar “Y entonces llegó la ruina: una corrupción obscena, un saqueo histórico. Durante los años del régimen, Venezuela recibió más ingresos petroleros que en todo el siglo anterior. Nos lo arrebataron todo. El dinero del petróleo se convirtió en un arma para comprar lealtades en el exterior, mientras el Estado se fusionaba con el crimen organizado y con grupos terroristas internacionales.”, Ana Corina colocó a la audiencia ante la responsabilidad histórica del reconocimiento: un Nobel de la Paz no puede regresar el tiempo, pero sí puede impedir que continue el mismo destino.

“Desde 1999, el régimen se dedicó a desmantelar nuestra democracia: violó la Constitución, falsificó nuestra historia, corrompió a las Fuerzas Armadas, purgó a los jueces independientes, censuró a la prensa, manipuló las elecciones, persiguió la disidencia y devastó nuestra biodiversidad”, Ana mencionó con fuerza, sin titubeos, se adentró en el pensamiento político de su madre, no definió la democracia como abstracción, sino como un organismo vivo, frágil y profundamente humano.

Estas palabras resonaron especialmente entre los venezolanos que han sentido su país asfixiarse lentamente, en el análisis discursivo, es uno de los momentos más potentes: ubica la democracia no en una constitución ni en una institución, sino en la vida misma, para quienes buscan la libertad para Venezuela, adquiriendo un significado íntimo: recuperar la democracia es volver a respirar después de años sumergidos bajo el agua.

Con la atención profunda, esa, que causa asombro, Corina citó de manera contundente, “No son solo cifras; son heridas abiertas. Pero más profundo y corrosivo que la destrucción material fue el método calculado para quebrarnos por dentro. El régimen se propuso dividirnos: por nuestras ideas, por raza, por origen, por la forma de vida”, transformando el acto de premiación en una proclama, con esas llagas que se llevan en todo el cuerpo, desplazando la narrativa de la resignación y reinstaló la idea de que la historia aún puede reivindicarse, pero sobre todo la capacidad del pueblo venezolano de imaginar un porvenir distinto, aunque todavía luzca lejano.

Cada línea del discurso fue recibida como lo que en realidad fue: un soplo de dignidad, para los miles de exiliados quienes lloraron al escucharla, no por nostalgia, sino porque por primera vez en años alguien pronunció un futuro creíble, alguien habló por aquellos que asfixiaron, encarcelaron, mataron y empujaron al exilio.

En un giro poderoso, Ana Corina puso en la herida, “La migración forzada, que buscaba fracturarnos, terminó uniéndonos en torno a un propósito sagrado: reunir a nuestras familias en nuestra tierra”, de aquellos abuelos que piden a gritos silenciados, la oportunidad de conocer a sus nietos que están en el exterior, convirtiendo en realidad uno de sus mayores miedos, morir sin conocerlos.

En un país donde el coraje vence la opresión, donde la lucha por la verdad es existencial, donde la gente se aferra a lo espiritual, porque es lo único que el régimen no les puede quitar: la fe, esa que quita el miedo, que es punto de partida, pero no el destino, de aquellos venezolanos que no conocen otra opción que la dictadura, negándose a normalizarla como una realidad.

Ya para cerrar, con toda la templanza que la caracteriza Corina, la hija, aquella que recibió el premio en nombre de su madre María Corina Machado, quien ha sido perseguida y amedrentada, dijo “Por eso la paz es, en última instancia, un acto de amor y ese amor ya ha puesto en marcha nuestro futuro. Venezuela volverá a respirar”; justo eso es lo que la humanidad espera, paz y respiro a los regímenes que castigan la libertad de expresión, pero sobre todo aquellos que añoran un mejor futuro para sí y para los suyos.

Al finalizar, el aplauso no sonó a ceremonia, sonó a desahogo. Ana Corina Sosa no habló solo como hija, ni como representante política, habló como portavoz de un país que ha aprendido a esperar, pero no a rendirse; lo sucedido en Oslo no fue únicamente la entrega de un premio, fue la confirmación de que la lucha de Venezuela, por su libertad, su democracia, su dignidad y, finalmente, ha sido escuchada por el mundo.

Y, sobre todo, fue la prueba de que incluso cuando una voz es silenciada, otra surge para continuar la tarea, Ana Corina no reemplazó a su madre, la amplificó y al hacerlo, le devolvió al pueblo venezolano algo que durante años le fue arrebatado: la certeza de que su historia aún puede escribirse con esperanza.

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