Flânerie et dèrive III. Pensamiento laberinto
Me fascinan las ciudades laberinto. Recuerdo un estudio publicado en la revista Science que revelaba que los taxistas que conducían en el caracol de Londres habían desarrollado conexiones neuronales particulares. Se trataba de una investigación ahora clásica, centrada en observar la plasticidad del hipocampo, un área del cerebro a la que se atribuye un papel fundamental en la memoria y en la navegación en el espacio. Pues bien, para obtener la licencia de conducir, los taxistas de Londres tienen que superar una prueba durísima, The Knowledge, que consiste en memorizar 25,000 calles y miles de lugares. El aprendizaje promedio es de 3 a 4 años y solo algunos lo consiguen, este entrenamiento les permite determinar la mejor ruta de entre 100,000 posibilidades. El estudio identifica que esta población tiene un desarrollo neuronal distinto que el de otros grupos poblacionales. En conclusión, que la plasticidad neuronal depende del entrenamiento y la experiencia. Dicen que el hipocampo es el cartógrafo del cerebro. Contiene células de lugar, neuronas que nos ayudan a orientarnos y ubicarnos en el espacio. Me recuerda al sistema neuronal de las tortugas que les permite percibir el campo magnético terrestre para configurar mapas geográficos mentales hiperprecisos con los cuales configuran las rutas de migración entre sus playas natales y sus áreas de forraje. Lo que me parece interesante en ambos casos es la capacidad cerebral para poder elaborar mapas cognitivos, es decir representaciones neuronales del espacio físico. Cabe aclarar que para los posestructuralistas la habilidad para situarnos espacialmente y reconstruir la memoria no sólo estaría ubicada en un lugar en el cerebro, sino en la cultura. Siempre me ha fascinado la cultura Árabe. Entrar un poquito en ella es lo más parecido a entrar en un laberinto y perderse. No es tan sencillo descifrar la clave, lo más seguro es que en un encuentro, ellos, los árabes, terminen enredándonos. Su cartografía cultural y la nuestra son exponencialmente distintas. Lo comprobé un día caminando por la medina de Fez. Hace falta un contacto visual para que uno esté perdido. Empecé a explorar la Medina antes de mirar el mapa. Ya se veía que eso era un enredo pero me propuse no salir de la calle donde había comenzado. Encontré una terraza suficientemente alta y subí para ubicar mejor el espacio. Identifiqué la mezquita principal. Estaba a unos pasos. Bajé con toda seguridad y comencé a caminar. Al instante, encuentro a un chico, sin preguntarle me dice que la mezquita estaba ahí nomás. Yo ya lo sabía así que seguí, pero él continúa, ¡no es por ahí!, es por acá. Le creí. Comenzamos a caminar. En un par de minutos me di cuenta que eso era un laberinto, callejones, por aquí y por allá. Un sentimiento entre fascinación y temor me invadió. Estaba en el corazón de su mundo, había penetrado el espíritu de su vida diaria. Pero había caído, ¡no sé cómo!. Seguimos así diez minutos más. Con total naturalidad me contó: “La Medina de Fez tiene 9,000 callejones, no todos los conocen. Yo los conozco todos”. Me enfurecí, estaba perdida y en sus manos. No sabía a donde más me podía llevar. Quería que me dejara en paz. Le di 10 dirham y le dije que se fuera. Como pude salí de ahí. Atemorizada. Ni las 25, 000 calles de Londres ni el caracol de Paris son comparables a la cartografía laberíntica de la cultura árabe. Con razón dice Christlieb que la ciudad es un pensamiento. El laberinto es la zona oculta de este pensamiento, lugar de lo incidental, del anonimato, representación espacial del pensamiento y la cultura.