POR Yuritzi BECERRIL TINOCO
Lugares de encuentro situacional y corporal tras el sismo en México, 2017.
Mientras escribo esto un sismo de 7.1 grados sacude varios estados del centro de México. Había escuchado hablar de la solidaridad que se vivió cuando el sismo del 85 sacudido la ciudad de México causando destrozos de diferente magnitud; sin embargo el relato no se compara con la experiencia. La gente se ha volcado a las calles. Una drástica alteración en la vida cotidiana ha cambiado el escenario e invertido la jerarquía de los sentidos. No es nuestra mirada la que está posada sobre el evento. Somos nosotros, con nuestros cuerpos los que estamos ahí. La percepción háptica ha recobrado su primacía en nuestra cotidianeidad. El cuerpo, que es todos los sentidos a la vez está en el centro de operaciones. Un puño levantado indica silencio. Se trata de escuchar la respiración de la gente que sigue con vida bajo los escombros. La palma de la mano en alto indica que nadie debe moverse. El índice apuntando hacia arriba significa “sigamos trabajando”, dos palmas levantadas indican “necesitamos agua”. Todos los sentidos deben estar alerta. Escuchar si los edificios crujen, estar atentos a las fugas de gas, observar las indicaciones. Los perros, también participan de la verbena sensorial ayudando a encontrar vida con su olfato. Una mujer, situada en una zona de derrumbe, armada con una pala lleva un letrero en el pecho que dice “Soy sorda”. No hay predominio de un sentido sobre otro. Es el cuerpo en su totalidad el que está en acción. Se han formado cadenas humanas para mover los escombros, lo mismo pasan vigas, que botes cargados con ladrillos y loza. El riesgo de estar ahí es alto, así que el cuerpo debe estar protegido: botas, casco, guantes, tapabocas. Los dispositivos del cuerpo expandido han dejado de ser las pantallas para convertirse en palas, picos, mazos, carretillas, herramientas de trabajo. “Barullo y luego los puños en alto para pedir silencio. Micrófonos hipersensibles se introdujeron bajo toneladas de escombros buscando señales de vida. Nadie habla, nadie se mueve, nadie respira. El espacio alterado modifica el orden de los sentidos, no es la observación visual la que confirma la realidad, a ésta se antepone el oído, el olfato, el tacto.
La arquitectura nihilista de los aparadores, las vitrinas y los muros ha dejado de separar y aislar a los cuerpos: como sugiere Pallasma “la experiencia centrada en el cuerpo y la experiencia integrada del mundo” se vive en estas circunstancias como realidad Por un tiempo, tal vez efímero, se vuelve posible la significación colectiva de un orden cultural al margen de lo instituido.
El gran viaje visual hedonista y autorreferencial de los dispositivos móviles es ahora una herramienta de participación y colaboración, un lugar de enunciación horizontal y colectiva. La velocidad de transmisión de la información no ha disminuido. La comunicación opera en la misma lógica de simultaneidad e instantaneidad. La urgencia de encontrar cuerpos con vida debajo de los escombros obliga a conservar la dinámica que temporaliza el espacio. Sin embargo, no son los tiempos de producción los que determinan el ritmo de la vida, sino la vida misma. Al detenerse el tiempo de producción industrial y de mercantilización visual, la mirada se posa de nuevo en el cuerpo. El colectivo deviene lugar de “identificación emocional”. El centro de la participación.
El cuerpo puesto a la intemperie por la fuerza de la naturaleza recobra su estado larvario como dijera Suely Rolnik. En esta condición, los sentidos adquieren un papel fundamental en el uso y transformación del espacio colectivo. El puño levantado es la consigna de vuelta a los sentidos. La imagen sonora que silencia el ruido visual y pide paso a la experiencia del cuerpo. El cuerpo puesto a la intemperie marca la vuelta del espacio visual al espacio sonoro, que es todos los sentidos, lo más importante para permanecer organizados es saber escuchar. La voz crea colectividad.
La experiencia de nuestro-ser-en-el-mundo es vivida con la carne del cuerpo, no como “una imagen desde fuera proyectada sobre la superficie de la retina” en palabras de Pallasmaa; sino como experiencia háptica, visualidad periférica que nos obliga a mirar de golpe hacia otro lado, que nos pone en contacto con los otros y nos coloca en escenarios de experimentación colectiva con la urgencia que este mundo necesita.