Soy Eros, pero no el que celebran en postales de colores brillantes ni en gestos forzados de una fecha impuesta. No el que protagoniza películas de final feliz ni el que se esconde detrás de promesas sin sustancia. Soy el Eros que observa, con desdén, la agonía de lo que alguna vez fue un arte: el amor. Y lo veo desangrarse en la banalidad de los tiempos modernos, reducido a un intercambio de mensajes sin alma, a la dictadura de los algoritmos que dictan con quién deberías entrelazar tu destino.
La fragilidad del amor no es un don, como alguna vez lo fue, sino su condena. Ya no se construyen vínculos con la paciencia del artesano ni con la devoción del alquimista. Ahora el amor es un simulacro, una promesa prefabricada que se desecha con la misma facilidad con la que se desliza un dedo sobre la pantalla. Amamos rápido, sin profundidad, como si se tratara de un hábito más en la rutina del consumo. Nos hemos convencido de que la inmediatez es virtud, cuando en realidad es la soga que nos ahorca.
No hay amor sin fragilidad, eso es cierto, pero la fragilidad que antes significaba lo sublime ahora es mera desechabilidad. Donde antes el amor era una tormenta que amenazaba con su intensidad, ahora es un paraguas que se deja en la primera estación de servicio. Nos enamoramos de imágenes pulidas por filtros, de perfiles que ocultan su vacío con frases robadas de libros que jamás leyeron. Y cuando la realidad asoma, huimos. Porque la verdad de otro ser humano es insoportable para quien ha crecido en la anestesia de lo superficial.
Vivimos la paradoja de la conexión sin contacto. Nunca antes habíamos estado tan cerca y, al mismo tiempo, tan distantes. Nos susurramos palabras dulces a través de pantallas, pero cuando llega el momento de sostener la mirada en silencio, nos sentimos incómodos. Creemos en la ilusión de tener opciones ilimitadas, cuando en realidad solo multiplicamos nuestra incapacidad de elegir. La lealtad es una rareza, la perseverancia una pérdida de tiempo, el compromiso una carga insoportable.
En el pasado, el amor era una batalla, una conquista que exigía esfuerzo, sacrificio, paciencia. Hoy es un espectáculo de fuegos artificiales que se apaga antes de que podamos maravillarnos con su luz. Nos enamoramos de la idea del amor, pero no de las personas. Nos fascina el inicio, pero despreciamos la continuidad. Nos rendimos en cuanto aparece el primer obstáculo, convencidos de que hay algo mejor esperando a la vuelta de la esquina, cuando en realidad, lo único que nos espera es el vacío de nuestra propia incapacidad de amar.
Ya no soy invocado con fervor, sino con impaciencia. Mis flechas ya no hieren, apenas rozan. Y cuando alcanzan un corazón, este se resiste, ansioso de la próxima notificación, de la próxima validación instantánea. ¿Qué ha sido de los amores que dolían de tan intensos? ¿De las cartas escritas a mano, de los silencios llenos de significado, de los encuentros que se sentían como destino y no como coincidencia programada?
Así que celebren, si pueden, este día que me han asignado. Brinden con copas vacías por vínculos huecos, disfruten la ilusión de lo eterno en lo efímero. Pero no se engañen. Porque en este mundo donde todo se obtiene con un clic, lo único que nunca encontrarán es el verdadero amor.
Soy Eros, y les recuerdo: el amor ha muerto y el hombre lo ha asesinado