martes, abril 16, 2024
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Uno contra todos y todos contra uno

Por Norberto Hernandez

Las sucesivas reformas electorales han reflejado el momento político en el que fueron creadas. Sus diseñadores cedieron en lo que podían controlar y aprobaron aquello que no ponía en riesgo su continuidad en el poder. Los órganos electorales, que son los administradores de las elecciones, responden a la lógica del equilibrio de fuerzas de la coyuntura que dio forma a sus alcances. También existen límites autoimpuestos por algunos institutos electorales. Casi optan por el silencio, pierden el habla y la capacidad de iniciativa para hacer mejor su trabajo.

Al final, el juego de los partidos se limita a impulsar iniciativas y “sacar” reformas de una mayoría que se impone, dejando a la oposición en su papel de legitimador de lo acordado en los niveles a los que no tiene acceso. A esa oposición siempre dieron algo, para que no rompiera con el fin último de los acuerdos políticos. Esa lógica funcionó bajo el modelo del dominio de los partidos que compartían visión de gobierno y más específicamente cuando, a pesar de sus diferencias, garantizaban los intereses de los grupos económicos que los patrocinaban.

En México, esa marcada tendencia posrevolucionaria, fue derrumbada por 30 millones de electores que decidieron dar el triunfo a un candidato que representa lo contrario a los tres partidos dominantes en el territorio nacional. Este es el tercer hecho histórico vivido en México en los últimos 33 años, impulsado por un partido con amplio apoyo popular. El primero ocurrió en 1987, cuando el sistema mismo se fracturó y creó a su propia oposición con la escisión de cuadros militantes del partido heredero del discurso de la revolución mexicana. El Partido Revolucionario Institucional (PRI) vio cómo se rompió la unidad de la familia revolucionaria, encabezada por el hijo del héroe de la expropiación petrolera y sólido cimiento de la cultura del nacionalismo mexicano.

El segundo acontecimiento es consecuencia del primero. En las elecciones de 1988, además del fraude electoral para imponer al candidato del PRI, se inició con un cambio al modelo económico que se había sustentado en el nacionalismo revolucionario y en el cierre de la frontera con los Estados Unidos para sobreproteger la producción nacional. El presidente surgido de la manipulación electoral promovió con astucia la llamada reforma del Estado que no fue otra cosa que la privatización de las empresas públicas. Fue el sexenio donde México se sumergió en las aguas turbulentas del llamado modelo neoliberal. La economía mexicana cambió a golpe de decretos, entregando actividades estratégicas del Estado en manos de particulares que pronto se convirtieron en familias dueñas del destino patrio y, de al menos, de dos de los tres partidos nacionales. El resultado fue un mayor desmantelamiento del Estado, la ampliación de la pobreza y una dependencia mayor en materia de ciencia y tecnología. En seis sexenios sucesivos, los mexicanos aprendimos a entender aquel dicho popular, “no me defiendas compadre”. 

Crisis, devaluaciones, pobreza, marginación, desintegración familiar, mala calidad educativa y médica, desempleo, comercio informal y migración hacia los Estados Unidos (EU) fueron la parte que correspondió al pueblo, a los electores. Lastimosa ganancia popular de las aplaudidas virtudes de las iniciativas de crecimiento económico neoliberales.

El dominio de las élites política y económica era indiscutible. Unos cuantos decidiendo la vida de millones de mexicanos; los primeros copando al Estado para obtener mayores beneficios y los segundos gritando en la desesperanza por trabajo y un salario para comer. Las elecciones, si bien legales y legítimas, solo cumplieron su función de atestiguar la sucesión pacífica del poder. Cada tres y seis había que elegir a una nueva mayoría controladora del país. El destino manifiesto de unos pocos era la desgracia continua de la mayoría. 

En las próximas elecciones del 6 de junio de 2021, vamos a ver una competencia electoral donde, por primera vez en nuestra joven nación, existe un adversario a vencer que no es el pueblo mismo. Tres de los partidos más fuertes de México dejarán de competir entre ellos, como venía ocurriendo hasta las elecciones presidenciales de 2018. Su rival es el presidente de la República en turno y su partido, al que desacreditan por consigna y menosprecian por rencor, pero que los venció contundentemente. Corresponde ser testigos de las primeras elecciones donde los partidos opositores son realmente oposición y no socios de la repartición del poder. Sin duda, la agenda de cada uno es plenamente identificable. Uno se dice neoliberal y al otro lo llaman populista.

En todo este rol de desempeño político-electoral es evidente el desencanto de las militancias. Los cuadros dirigentes impusieron a sus cercanos y aceptaron a candidatos útiles a los grupos económicos. Por mal que resulte la jornada electoral ellos ya ganaron. Como cantan los alegres cubanos, estos personajes hacen campaña al son de: “Somos lo que hay…”. ¿Será?

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